Hace poco la vicepresidenta de República Dominicana, Milagros Ortiz Bosch, anunció que “en adelante no se solicitará más el acta de nacimiento como requisito para que los estudiantes puedan ingresar a la secundaria”. Esta afirmación, aparentemente inocua, devela un drama colectivo de proporciones mayúsculas y significa un gran avance para cientos de miles de personas.

Se trata de los hijos de inmigrantes ilegales haitianos nacidos en República Dominicana. Ellos son alrededor de 200.000 individuos a los que no se les entrega acta de nacimiento, como tampoco carta de ciudadanía, ni siquiera en los casos en los que uno de los dos padres es oriundo de la patria del gran Pedro Henríquez Ureña. Un contrasentido, pues pocos latinoamericanos defendieron tanto la unidad continental como el brillante maestro dominicano.

Estos 200.000 hijos de haitianos ilegales deambulan por campos y urbes de República Dominicana como almas en pena, pues, al no tener ciudadanía, no pueden estudiar ni emplearse en condiciones dignas y, para colmo de males, Haití tampoco los acepta como suyos. Son auténticos parias modernos.

Su drama es el de Haití, pero también el de República Dominicana. Pues, pese a las críticas de organizaciones internacionales contra el Gobierno de ésta por el trato degradante a los haitianos, la verdad es que ningún país ha recibido tantos emigrantes de allí como la pequeña república caribeña. Tiene una población total de nueve millones de personas, pero un millón son haitianos, tanto legales como ilegales.

Y estos inmigrantes de la nación vecina conforman el principal contingente de mano de obra para atender las plantaciones azucareras, que siguen constituyendo el primer rubro económico del país. La verdad es que sin la mano de obra haitiana, muchas veces pagada por debajo de las obligaciones legales y sometida a vejámenes sin fin, la industria azucarera dominicana se vendría a pique.

Pero si los haitianos sufren por malos tratos, los dominicanos lo hacen por falta de oportunidades laborales. Para ellos, la nutrida emigración ilegal haitiana deteriora las condiciones de trabajo en la isla y permite a los partidarios del ‘capitalismo salvaje’, agazapados en los ingenios azucareros, mantener extremadamente bajo el costo de la mano de obra y eludir el pago de contribuciones al estado dominicano.

La historia de esta agitada relación binacional es antigua y en extremo dolorosa, incluyendo episodios barbáricos, como la matanza de decenas de miles de emigrantes haitianos en la frontera durante la dictadura sanguinaria de Rafael Trujillo, el tristemente célebre dictador dominicano. Y los haitianos, agobiados por los gobiernos corruptos en su propia patria, tampoco encuentran la felicidad en las fértiles tierras dominicanas.

“¡Haitiano!” se ha vuelto un insulto popular en Santo Domingo y lo profieren tanto el señor del ingenio que los sobreexplota como el ama de casa local que observa a sus hijos deambular sin trabajo.

Desde luego, la solución está en Haití y no en República Dominicana. Para que los parias nacidos en la patria de Ureña vuelvan a tener otra oportunidad sobre la tierra.